Después de varios días que me tomó recuperarme de aquella resaca de quinceañera, he decidido contarles la historia de Carlos: mi forever. Sí, todas tenemos uno en nuestra historia: un chico con el que nos cruzamos en varias etapas de nuestra vida y por algún momento llegas a pensar que el destino se ha empeñado tanto en cruzar sus caminos, que quizá finalmente terminarás pasando el resto de tu vida con él.
Lo conocí el primer año de secundaria, él ya iba en la prepa. Era alto, trigueño, con profundos ojos verdes, frente pequeña y con novia: Ximena, quien cursaba el último año de secundaria. Era del grupo de las chavitas cotizadas del colegio, quienes dominaban con solo tronar los dedos a los chicos que les cumplían sus caprichosos deseos. Yo tenía una menuda figura, lentes, usaba coleta con listón y me gustaban las artes plásticas. Entretenía mi tiempo escribiendo para la revista escolar, participaba en actividades deportivas, música y ensayos para la escolta, una completa y total “ñoña” invisible para él, y prácticamente inexistente para el resto del mundo.
Fue una linda relación: salíamos al parque, reíamos, jugábamos, soñábamos con crecer juntos y nos comíamos las horas pegados al teléfono. Esperaba ansiosa escuchar el timbre de salida del colegio, pues sabía que él estaría esperándome. Al verlo corría a sus brazos y me llenaba de dulces palabras y besos. En fin, una relación de sueño. Se acercaba mi fiesta de quince años y mi mejor amiga, Eva, me ayudaba a organizar los detalles del festejo, entre los tres reíamos imaginándome en el columpio con chambelanes y todas las boberas que mi madre quería que hiciera. Cuando llegó el gran día, al casi finalizar la fiesta, yo lo buscaba, cuando de pronto mi hermano me detuvo para decirme que lo acababa de ver besándose con Eva, mientras me lo decía, lo vi entrar apresurado limpiándose los labios y detrás de el, ella. Sería la edad o la hormona, él dijo que fue el momento y el alcohol, cuando con lágrimas en los ojos le pregunte si era cierto lo que me acababa de decir mi hermano. Su silencio me lo dijo todo, se me rompió el corazón, pero ahí aprendí que de amor nadie se muere.
Nunca imaginé, que a pesar de eso, él
seguiría siendo parte de mi vida. Desde que terminamos, de una u otra forma,
siempre estaba presente. Respetaba mis largos noviazgos asegurando que llegaría
el día en que regresaríamos para nunca mas separarnos, lo cual nunca pasó pues
la novia en turno de pronto me llamaba exigiéndome dejar a su novio en paz. Él
llamaba enseguida para disculparse argumentando que seguía esperándome y que su
novia lo sabía.
Volvimos a coincidir en la Universidad, donde
casi regresamos, pero una chica se le metió por los ojos, o mejor dicho, por la
cama. Después de una apasionada relación un día finalmente le dio un anillo de
compromiso. No lo podía creer, pues era la típica cachos flojos de
moral distraída y boca suelta, pero dicen que cada quien tiene lo
que se merece. Yo afortunadamente estaba en una relación muy enamorada, pero no
dejó de caerme como una bomba la noticia cuando llegó Fulanita–moral–relajada,
gritando que estaba comprometida y detrás de ella: él, quien parecía,
lejos de feliz, avergonzado.
Esa tarde llegó a mi casa con el mismo anillo
diciendo que era un estúpido por lo que había hecho, que yo era el gran amor de
su vida y que quería compartir el resto de sus días conmigo. Sí, así se las
gastan estos hombres mal logrados, por eso lo mandé a él con sus dos dedos de
frente y anillo reciclado a Neverland. Y a pesar de que le hice un favor a
Fulanita, pues él no se quedaría como el perro de las dos tortas, ella llamó
para repetir el mismo numerito que había escuchado de cada mujer que paso por
su vida.
Y así es como inicié la lista de la colección
de anillos, esta armadura de acero y mi feliz soltería.
María del Alma.
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